La ciudad se había vestido con sus galas más grises para el gran día. Incluso en la parte superior de su cuerpo abstracto se había colocado un velo de igual tonalidad. Esperaba engalanada, mientras en algún punto lejano, se remiraba en el espejo cristalino del mar, para no tener arrugas en el vestido.
En aquel día sólo posaría, sonreiría, dejaría grabado para la posteridad más lejana su aspecto. La ciudad, tan violentamente dulce, albergue de toda historia como entorno ficticio, tal vez fingido, tal vez no.
Él camina como un soldado, firme, mirando a su alrededor, en actitud vigía; su equipo en la mano, a veces al cuello. Preparado para la batalla, siempre cargado, dispuesto a llevar a cabo su cometido. Juez y parte, también elemento ajusticiado, decide, instado por el simple gesto del chico que le porta, a quién aplicar una dosis de destino, fatídico o no, eso es lo de menos.
Repentinamente, casi sin percatarse, ha elegido ya el quién para este momento. Busca la mirada, no quiere hacerlo por la espalda, sería cobarde. La encuentra, ojos de noche. Sí, dispara. Quién sabe si por última vez, miran unos ojos que en el papel revelado adquirirán la tonalidad del ochenta y uno por ciento de negros en la escala de grises, y que reflejarán, casi imperceptiblemente, al chico empuñando su cámara. La magia de la instantánea, la magia de la fotografía.