domingo, 4 de septiembre de 2011

Antes de que se haga demasiado tarde

Es tan fácil que en cualquier momento todo acabe que me aterra la simple idea de perderte. Estás esperando un tren que no sabes a dónde te va a llevar, no te has despedido de él. No sabes por qué, pero desde que ha amanecido habéis estado algo distantes sin ningún motivo aparente. Al contrario que anoche. Sólo habéis estado parcos en la conversación. Ahora tú vas a ir al centro y él se he quedado en casa, no por nada en especial, sólo se ha quedado allí. Se encontraba mal y encima aquella conversación no había terminado de animarle a salir contigo. Yo le veo ahora desde mi ventana. Acaba de tomarse una pastilla y mira la calle. Le escucho preocuparse. Está pensando qué habrá pasado para que hayáis tenido esa impresión toda la mañana.

Tú en cambio sigues en el andén esperando. Hablas con una amiga que te acompaña a la ciudad, pero en el fondo de tu cabeza estás prestando escasa atención a lo que te cuenta. También, como él, piensas en qué pasa, te estás cuestionando tonterías como si quieres estar realmente con él, si él o tú tendréis la culpa… El otro día le dijiste una frase que le dolió. No te lo dijo, pero pensó en irse para siempre. Por primera vez pensó en tirar la toalla, pero como siempre tú pesaste más, y ni siquiera te lo dijo una vez pasó todo. Piensas en ello ahora. Puede que él también, ya no lo sé. Los coches han empezado a circular en la calle que nos separa y he dejado de escuchar sus pensamientos. También sé que a veces él se equivoca. Lo veo casi todo. En el fondo, soy yo el que os ha creado a los dos. Así que también sé que os queréis por encima de estas ínfimas cosas.

Estás esperando un tren, no sabes dónde vas con seguridad, y de repente, en menos de un segundo, ¡clic!, algo hace que todo finalice. Da igual cómo, no importa el porqué. Simplemente termina; adiós, pequeña, adiós. De alguna manera ahí concluye todo para los dos. Tú esperando el tren, él encerrado en casa pensando en cómo hablar. Da igual para quién acabe y cómo lo haga. Una mala caída, un tren que explota, un atraco en la calle que termina con un navajazo… Habrá terminado todo para los dos y la forma será en esencia la misma para ambos.

El final os habrá cogido a cada uno en un lugar, separados, pero eso no es lo peor. Lo peor es que alguna pequeñez os habrá hecho sentiros más distanciados hoy que nunca. Precisamente hoy. Probablemente el uno huyendo del otro, jugando al gato y al ratón, cuando, de repente, os habréis dado cuenta de que la huida ha sido tan larga que ya no tiene retorno. Y os veréis obligados a guardar las ganas de despediros bajo el colchón agrio de saber que la última vez que hablasteis la indiferencia guió vuestra conversación. El que se quede aquí dormirá todas las noches que aguante sobre ese colchón manchado de remordimientos.

Uno de los dos, da igual quién, pensará que el otro le dijo que le amaba antes de irse y no le respondió. Pero el otro pensará que si no le respondió tendría algún motivo para no hacerlo. Nunca podrá saber que no, que sólo fue una tontería, porque ahora ya es tarde. Tendrá que pasar mucho tiempo y cuando llegue la hora de reencontrarse será inútil explicarlo: ya habrá llovido demasiado a los dos lados del muro. Ahora os separa un umbral demasiado potente que aquí llamamos muerte y que nosotros, los escritores, utilizamos para atormentaros a los personajes, tal vez sólo porque alguien, posiblemente nuestro creador -otro escritor más grande que nosotros-, nos aterroriza también con su presencia en cada esquina.

Cada minuto hay un millón de posibles finales que te rozan la piel. Estás esperando un tren y posiblemente estés en contacto con veinte de ellos: un hombre que, silencioso, fabula con empujarte a la vía, aunque se quede sólo en eso; un suicida que te roza el brazo al pasar, un drogadicto con el mono que busca algunos billetes sin nada que perder…

Sin ir más lejos al otro lado de la calle estoy viendo dos finales para tu chico: un policía que juguetea desde la ventana con su arma reglamentaria apuntando hacia la ventana a la que él se asoma y una huraña arpía vestida completamente de negro que le observa a su espalda preparada para empujarle al vacío. ¿Qué pasaría si lo hiciese? Es cierto lo que se cuenta por ahí y nunca tomamos en serio: cualquier día puede ser la última vez que veas a alguien, incluso a tu enamorado. ¿Lo desperdiciarías en una discusión o intentarías demostrarle todo lo que te hace sentir? La mujer de negro sigue esperando, esta vez desde más cerca, pero puedes estar tranquila hoy, también soy yo quien la puso ahí y pronto la haré retirarse. Aún podrás volver a verle esta vez, espero que sepáis aprovecharlo.