viernes, 27 de enero de 2012

Recuerdo de Berlín

Amanece otra noche oscura. Berlín es una ciudad fría, nivosa a veces. La calle remolonea silenciosa, sólo se oye el lento crepitar de los motores de los coches. Por momentos me recuerda a Madrid. Pero en seguida cambio de opinión cuando nadie me saluda ni me mira mal. 

Los andenes de la S-Bahn están llenos de gente, atrincherados todos en sus abrigos. Sólo se dejan ver la parte superior del rostro, los ojos. Se empeñan en que no quede nada más expuesto al frío, con ahínco, como si tratasen de ocultar que debajo del abrigo no hay nada, que se han olvidado el resto de sus cuerpos en casa. 

Algunos beben alcohol destilado en pequeñas botellas que se guardan en los bolsillos. Les ayuda a vencer al gélido crepúsculo industrioso. Nadie habla. Berlín es silenciosa en su propia esencia. Es difícil que alguien levante la voz aquí. Sólo los aviones que vuelan cerca de los edificios más altos perturban el silencio que no se atreven a romper ni ambulancias ni manifestaciones. 

La vida transcurre en Berlín de la misma manera que en cualquier otra ciudad. Hoy en día las grandes capitales no se diferencian mucho unas de otras. Todas albergan espectros que se dejan llevar porque no saben hacia dónde caminan, que se relacionan los justo para asegurarse de que no están solos aquí. 

Existen el amor, la rabia, la amistad y los celos, por supuesto. Y cuando llueve parece que el mundo esté de capa caída. Las iglesias, con sus emblemas a media asta, dejan caer el agua por sus canalones y sus tejados picudos, y los perros callejeros se refugian junto a los borrachos debajo de las ruedas de los coches o en los soportales más profanos. 

Ay, Berlín, tan llena de luz y de oscuridad. Con tus noches más oscuras a medida que pasa el invierno, y con el suave aliento iconoclasta de tu kunst y tu cerveza en la garganta. Ciudad imperial e imperiosa como ninguna, con tu puerta de Brandenburgo, tu Nefertiti y tus rincones llenos de podredumbre, como los de otra cualquiera.

jueves, 12 de enero de 2012

Antiguos santuarios

El chico se quedaba parado siempre delante de aquella librería. Cuando estaba cerrada, esperaba siempre a que abriese con cierta congoja. Alguna vez le vi entrar dentro y pasear ojeando algunos ejemplares, pese a que siempre que llevaba algún libro era del fondo de alguna biblioteca pública. 

Tendría alrededor de trece o catorce años. Aún no había leído los grandes clásicos, pero empezaban a interesarle ya las obras inmortales. Se sentía muy atraído por los libros que veía desde fuera, además de por la chica que trabajaba dentro, a la que miraba embobado como se movía entre las estanterías. 

La zozobra sólo le duraba hasta que la veía doblar la esquina y sacar la llave. Esperaba que, cuando pasasen unos pocos años, algún día al comprar algún libro ella hablase con él o le dejase su teléfono en alguna de las páginas. Mientras tanto se conformaba pensando en los libros que compraría cuando trabajase. 

Con el paso de los años, aquella librería, que tenía también una sección de viejo, se había convertido en una especie de santuario para él. No había día que no pasase por delante al menos una vez. Los domingos cerraba, por lo que su angustia, aunque la viese cerrada al pasar, era menor. Había visto que muchas tiendas de libros cerraban últimamente, por eso tenía miedo de que cualquier día también le llegase la hora a la suya. 

Cuando una librería cierra para siempre, la Literatura sufre un cambio radical en su totalidad. Algunos personajes mueren de repente en capítulos que no existían antes o contraen graves enfermedades que merman su idiosincrasia. Los protagonistas que sobreviven a cada liquidación sufren pensando que tal vez los próximos sean ellos. Hoy en día, con el aumento de clausuras, ya nadie quiere ser protagonista. 

El chico vivía aterrado cada retraso de su adorada librera. Había leído algunas novelas como Oliver Twist, Canción de Navidad, Platero y yo o El viejo y el mar, y no contemplaba la posibilidad de volver a leerlos y que la historia fuese distinta. De la misma forma, cuando pudiese gastar en libros tanto dinero como pretendiese, quería leer los clásicos de la forma en que sus autores la habían escrito, sin cambios fortuitos. 

Prácticamente la totalidad de establecimientos dedicados a las letras se habían convertido paulatinamente en peluquerías, centros veterinarios o bares de copas cool. Ya casi no se vendían máquinas de escribir, como la que tenía su padre. Los personajes habían asistido tristes a cada uno de estos cambios. Quizás Aureliano Buendía ya no era soldado, ni Gatsby tenía su mansión. Tal vez Ricardo Reis se había refugiado en alguna tienda de antigüedades porque era lo más parecido a su época que aún resistía. 

De alguna manera, no se podía permitir eso. En su inocente cabeza pensó: “Si algún día sólo queda esta librería en la ciudad, lucharé porque nunca cierre”. Entonces miró cuántas monedas tenía en el bolsillo y, por primera vez, cruzó la puerta de cristal y madera decidido a comprar.