miércoles, 16 de enero de 2013

London: day off

Llueve. Desciendes los cuatro peldaños que te separan de la calle donde todos caminan apresurados. Sales a Gower Street y, enseguida, te camuflas en el medio de toda esa gente. Bloomsbury. Cuna de escritores y artistas. Sherlock caminaba en la novela por estas calles cada vez que se dirigía hacia el British. Y ahora tú vives a sólo unos metros. Te has abrigado, pero no has cogido un paraguas, las gotas te golpean el rostro casi con violencia. Caminas hacia Goodge Street, vas a coger el metro. Hoy es tu día libre y sólo vas a pasear. 

Sin más. Londres es una ciudad para pasear. Te bajas en la parada del Underground. Westminster. La orilla del río puede ser un buen itinerario. Hoy no hay músicos como el domingo por la tarde, pero, aun así, siempre es un agradable paseo. De vez en cuando te adentras en las calles que suben hacia la imponente St. Paul. Esa mole blanca, con la cúpula, te deja mudo. 

Los turistas, una vez dentro, suelen subir a la galería de los susurros. Siempre te ha fascinado la posibilidad de que el sonido de un susurro viaje de un lado a otro de la sala y la persona que está enfrente te escuche nítidamente. Cada vez que subes, generalmente acompañando a alguien que viene por primera vez a Londres, piensas que aquel sería un buen lugar para impresionar a una primera cita que no lo conociese. 

Te quedas parado frente a la parte de la catedral que mira hacia el Millenium Bridge. Lo vas a cruzar, pero, por ahora, te limitas a mirar St. Paul. Piensas. Por la tarde seguramente cojas un autobús y vayas hasta Hyde Park a caminar entre las parejas jóvenes y los deportistas que te adelantan en sus bicis o corriendo. Sí, vas a ir allí y luego bajarás en Trafalgar Square para ver a Anna. Has quedado por la tarde, casi noche, en un pub que está en una de las calles de la zona. Seguro que, cuando llegues, la gente se apresura, esta vez para llegar a sus casas. Cientos de personas, con sus mochilas, sus maletines, caminando en dirección a algún autobús o parada de metro. Quizás alguno vaya a pie hasta casa. Conductores de autobús, empleados de banca, acomodadores de los pocos cines que van quedando, cocineros que ya han terminado su turno… 

Pero aún queda un rato para ver a Anna así que te encaminas hacia el puente. Mientras lo cruzas rememoras cada secuencia de cine o televisión en el que lo has visto. Recuerdas que los espectros de Harry Potter lo destruían, o que en la serie Black Mirror la princesa era liberada justo en el umbral de ese puente y caminaba con piernas trémulas hasta que se desvanecía. Una figura frágil, un vestido verde, en el centro del puente, con St. Paul –otra vez–, al fondo, como único testigo. 

Es entonces cuando, pensando en ello, te viene a la cabeza el principio de aquella serie en la que una mujer confesaba: “Amo Londres”. Decía que le gustaba por las múltiples posibilidades que ofrecía, por lo cosmopolita que era, pero, sobre todo, por el anonimato que le permitía a cualquiera. Estás de acuerdo con ella. Es una ciudad anónima, hecha y sostenida por millones de identidades ocultas. Enmascarados con un rostro que, rara vez, descubres. ¿Con cuánta gente te habrás cruzado más de una vez sin ni siquiera darte cuenta? Anónimos. Identidades sin rostro, sin nombre. ¿Se cumplirá la regla de los seis pasos aquí también? 

Dejas atrás la Tate y vuelves sobre tus pasos por el otro lado del Támesis. No tienes prisa. Es tu día libre. Day off. Quizás vayas a comer algo a Covent Garden. O tal vez llames a alguien para tomar café allí. ¿Qué más da? Estás en Londres, nada más te importa. La ciudad es maravillosa, las opciones se multiplican. Tal vez hoy conozcas alguien que merezca la pena, tal vez hoy sea el día D con Anna. No lo sabes. Todo puede pasar. Mientras tanto, caminas. Llueve. Hace rato que saliste a Gower Street.

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